Sin Deudas.

Se levantó temprano, antes de el amanecer, tomo su abrigo y salio a la calle.Contempló la ligera oscuridad de la madrugada, se abotonó como pudo y comenzó a caminar calle abajo mientras que con la mano eliminaba de su cara los restos de noche que siempre quedan a traición.Las lámparas de la ciudad parecían débiles, como salidas de alguna pintura mediocre, las calles lucían enfermas, gente errante con la mirada perdida saliendo de los bares, adolescentes homosexuales estafando a viejos perdedores, colillas de cigarro en el suelo, frío y humedad brillando en las piernas de prostitutas ebrias… Madrid mostraba su cara sucia.Sebastián apuró el paso, no se distraía ni se inmutaba, además, no faltaba mucho para que el sol naciera por completo… él debía llegar antes.Al doblar la esquina luces rojas y azules mataron su sombra. Varias Patrullas y un par de muertos tirados en el suelo, un coche maltrecho como papel arrugado y pocos curiosos insomnes, sin embargo lo primero que vio fue la sangre en la calle.Sebastián tropezó un poco, se perturbó, cerró los ojos y respiró profundamente. Su voluntad lo empujó a seguir caminando.Tres cuadras después ya subía los grandes escalones de la iglesia… entró con miedo, con vergüenza, sin levantar la mirada. Notó que el altar estaba mas limpio que otras veces y comprobó una vez más que a las 5 de la mañana el templo solo era visitado por ancianos, devotos, temerosos o agradecidos.Se desabotonó el abrigo, sacudió el rocío de la madrugada de su cabello entrecano…y se persignó.Quiso sentarse a descansar en una banca, encaminándose por uno de los oscuros pasillos laterales, hasta que de entre las sombras se escuchó un chasquido. Antes de voltear sabía que ella estaría ahí. Lo llamaba con la mirada. Obedeció.Ella se le acercó, tomó sus manos y las posó en su cintura esbelta cubierta por un hábito de monja. Se olieron… él temblaba, ella dominaba. Las sombras no eran buen refugio para esconderse de la luz.Sin hacer ruido ella lo haló al confesionario y al cerrar la puerta lo empujó a una vieja silla de madera, la favorita de el sacerdote de la parroquia, quien en ese momento pasaba de el quinto al sexto sueño.La monja se arrodilló entre las piernas de Sebastián mientras éste temblaba (después de los 50 las inseguridades aumentan) No tuvo tiempo de pensar más, ella lo estaba llevando a la gloria.Se levantó el hábito y se sentó sobre él… comenzó a cabalgarlo de manera violenta, sus uñas lo maltrataban, sus dientes mordían su cara, sus manos halaban su cabello… él podía sentir sus nalgas entre sus dedos, se sentían suaves, suficientes al tacto. La mujer era guapa, con piel de luna y cabello negro muerte.Al acercarse al orgasmo Leire, sujetando su rostro, lo miró fijamente mientras bramaba… Sebastián no encontró pupilas en sus ojos. Ella, al sentir que él terminaba, lo mordió. Aspiró y succionó por varios segundos sin dejarlo desangrarse, sin dejarlo morir.Levantó su cara y se limpió la boca con su lengua, se acomodó el hábito y, sin decir mas, se fué.Sebastián probó el sabor del suelo algunos minutos, se repuso y también se incorporó. Salió del confesionario y, muy aprisa, atravesó la iglesia hasta la salida… sabía que olía a culpa.La luz de la mañana casi lo ciega, la ciudad estaba ya despierta y él se sentía con una deuda menos sobre su espalda de alas negras.Leire se alimentaba sin pecar contra su Dios que tanto amaba, y él, su antiguo maestro, comenzaba a lavar sus culpas, sus muertes.El final de sus días se asomaba cercano, sin deudas.

Dull.